La enfermedad de Parkinson es la segunda causa más importante de enfermedad neurodegenerativa, después del Alzheimer. En ella se produce una destrucción progresiva de las neuronas dopaminérgicas, que conlleva la pérdida del neurotransmisor dopamina en las zonas del cerebro afectadas, siendo esta pérdida la responsable de los síntomas característicos de la enfermedad (temblor, la rigidez y la bradicinesia).
Las neuronas dopaminérgicas empiezan a morir muchos años antes de que se manifiesten los primeros síntomas de la enfermedad de Parkinson. Por lo tanto, la mejor forma de intervenir el Parkinson es interceptándolo antes de que se manifieste, mediante programas de intervención personalizada que contribuyan a detener la muerte prematura de las neuronas dopaminérgicas.
Los agentes antiparkinsonianos, de los cuales la L-DOPA es el tratamiento principal, ayudan a potenciar la síntesis de dopamina y a proteger las neuronas dopaminérgicas. Aunque existen otros tratamientos, como los agonistas dopaminérgicos y los inhibidores enzimáticos de MAO y COMT, el problema de estos es que pierden eficacia con el tiempo, generan severos efectos secundarios y no protegen eficientemente a las neuronas dopaminérgicas.