Abusando de la simplicidad, podría decirse que en el mundo hay dos tipos de personas: las que dirigen y las que son dirigidas; las que controlan su vida y las que son controladas por los avatares cotidianos; las que arrastran y las que son arrastradas; las que aman y las que odian; las que trabajan y las que vegetan; las que triunfan y las que fracasan; las que al final sienten orgullo por lo que hicieron y las que mueren frustradas… y las primeras siempre son minoría. En medio, una amplia gama multicolor que hace que no haya dos iguales; como la vida, un don precioso que todos tenemos y nadie maneja de igual forma. Konrad Adenauer fue quien dijo: “Todos vivimos bajo el mismo cielo, pero no todos tenemos el mismo horizonte”. Los primeros son aquellos que dedican su vida a luchar por un ideal, por un objetivo que les da satisfacción, que les hace sentirse realizados como personas y que -vayan como vayan las cosas- tienen claro a dónde quieren ir. Los segundos son los que van a donde los lleven, los que carecen de la vitalidad y la energía necesarias para ser lo que sueñan que nunca serán, los arrastrados por la corriente río abajo hacia un mar que les diluye en una masa irrelevante -solo numéricamente valiosa, como mercado, como rebaño sobre el que se ceban las alimañas.
Dice un proverbio judío que “la vida es el mejor negocio: lo conseguimos a cambio de nada”; pero no todos saben gestionarlo ni sacarle la rentabilidad deseable. El resultado de una vida plena no es meramente económico. Dar sentido a la vida es una tarea trans-temporal, que empieza en la cuna y acaba en la tumba. Según Jean de la Bruyére, “para el hombre sólo hay tres acontecimientos importantes: el nacimiento, la vida y la muerte; pero no se da cuenta de haber nacido, sufre cuando muere y se olvida de vivir… la mayoría de los hombres emplean la primera parte de la vida en hacer que el resto sea miserable”. Un proverbio francés afirma que “la vida se gasta a medias antes de que uno sepa lo que es”. Con otras palabras, Robert Herrick no disentía de lo que pensaba De la Bruyére y los franceses: “Vive dos veces el hombre que vive bien la primera vida”.
El pertenecer al club de los dichosos o de los desdichados empieza en el útero; la epigenética lo proyecta en el tiempo y lo convierte en duradero, de por vida, y en transmisible a través de la herencia transgeneracional. El programa prenatal condiciona parte de lo que ocurre después. Todo acontecimiento en la vida es consecuencia de un evento previo. William J.H. Boetcker razonaba: “Antes de que puedas emitir un cheque, primero debes extender un comprobante de depósito; antes de que puedas sacar dinero de un banco, debes poner dinero en el banco; antes de que tengas derecho a ganarte la vida, debes darle al mundo una vida; si quieres ganarte la vida en primera clase, aprende a darle al mundo una vida de primera clase.”
Para encarrilar la vida desde su comienzo -si la diosa fortuna nos libra de enfermedad-, lo que se vive en el hogar, lo que se mama en la convivencia familiar, la ejemplaridad parental, la salubridad parroquial y la misión educativa de la escuela son los primeros soportes que nos permiten erguirnos como personas de bien. Esos primeros pasos educativos son las letras iniciales que marcarán el ideario de nuestra conducta. La inteligencia hará el resto.
Hay que educar para la libertad y el respeto, más que para la obediencia por temor. Según William Penn, “la justicia es el seguro que tenemos en nuestras vidas, y la obediencia es la prima que pagamos por ella”. Hay que orientar la vida hacia lo sencillo, porque lo complicado no necesita fábrica. Confucio decía: “La vida es muy simple, pero los hombres insisten en complicarla”. El conflicto busca conflicto. Para el sabio chino, “aquellos que derriben los diques se ahogarán en la inundación”.
Hay que educar para la lucha por la conquista del futuro, donde nada es gratis sin sacrificio; enseñar a escuchar; enseñar a percibir; enseñar a procesar, para saber lo que conviene. La vida es un aprendizaje perenne que debe servir de guía para modificar el rumbo cuando haga falta, con flexibilidad emocional. Un elemento clave del aprendizaje es saber escuchar; y la mejor estrategia es prestar más atención al que sabe que al que tiene. William J.H. Boetcker dice: “Qué mundo tan diferente sería si la gente escuchara a los que saben más y no simplemente tratara de obtener algo de los que tienen más”.
Educar para la libertad y el respeto. Una fuente de satisfacción personal es hacer lo que a uno le da la gana, siempre y cuando los caprichos propios no colisionen con los del vecino o las circunstancias te impongan barreras. De hecho, Christopher Morley afirmaba que en la vida solo hay un éxito: poder pasar tu vida a tu manera, con tres ingredientes: aprendiendo, ganando y anhelando. Paxton Blair creía que “no hay hombre en ningún rango que esté siempre en libertad de actuar como le plazca; en un sector u otro está limitado por las circunstancias”. Christian Bovée añade: “Es nuestra relación con las circunstancias lo que determina su influencia sobre nosotros. El mismo viento que lleva un buque a puerto puede llevar a otro mar adentro”. Harvey S. Firestone profundiza en la idea: “Un hombre con superávit puede controlar las circunstancias, pero un hombre sin superávit es controlado por ellas, y a menudo no tiene oportunidad de ejercer su juicio”. David Hume apuntaba: “Es feliz aquel cuyas circunstancias se adaptan a su temperamento; pero es más excelente el que puede adaptar su temperamento a cualquier circunstancia”. Samuel Lover reforzaba el argumento: “Las circunstancias son las que gobiernan a los débiles; no son más que los instrumentos de los sabios”.
En derecho al verbo, Will C. Crawford y Walter Lippmann, en términos similares, venían a decir que “si bien el derecho a hablar puede ser el comienzo de la libertad, la necesidad de escuchar es lo que hace que ese derecho sea importante”. La buena gestión de la palabra es una garantía para moverse en la vida. Malcolm Forbes acostumbraba a decir que “el arte de la conversación está en escuchar”; sin olvidar -como indica B.C. Holwick– que “quien sabe escuchar vende más que quien habla demasiado”.
No menos importante es saber ver. El Yogi Berra enseñaba que “se puede observar mucho con solo mirar”. Para Joseph Brodsky “la vida es un juego con muchas reglas, pero sin árbitro. Uno aprende a jugarlo más viéndolo que consultando cualquier libro. No es de extrañar, entonces, que tantos jueguen sucio, que tan pocos ganen, y que muchos pierdan”. Sin embargo, la mayoría de las reglas de la vida son artificiales, salvo las impuestas por la naturaleza. En realidad, “vivir es la única actividad que no tiene entrenamiento previo”, como diría Lewis Mumford.
El arte de vivir radica en saber aprender las lecciones que nos da la vida. Amos Bronson Alcott estaba convencido de que “nuestras mejores y más valientes lecciones no se aprenden a través del éxito, sino a través de la desventura”; y George Herbert era de la idea de que “un puñado de vida es mejor que una fanega de aprendizaje… no se puede mover un molino de viento con un par de fuelles”.
Nuestra capacidad de aprendizaje es lo que acaba forjando nuestra personalidad, nuestra conducta y nuestra capacidad de ser. Henri Frédéric Amiel admitía que “la vida es un aprendizaje de renuncias constantes, de fracaso constante de nuestras pretensiones, de nuestras esperanzas, de nuestro poder, de nuestra libertad”; y refiriéndose a la persona, “no es lo que tiene, ni siquiera lo que hace, lo que expresa el valor del hombre, sino lo que es”. Un proverbio árabe dice: “Lo que viene fácil se va fácil”. “La vida es algo maravilloso de lo que hablar, o de leer en los libros de historia, pero es terrible cuando uno tiene que vivirla”, decía Jean Anouilh; y en vida, ningún humano es espectador. Fue Francis Bacon quien dijo: “El hombre debe saber que en el teatro de la vida sólo los dioses y los ángeles pueden ser espectadores”. Otra forma de verlo es la de Ralph Boyer: “La vida es más que una revista en la que pasamos las páginas y disfrutamos de las imágenes”.
Para dar sentido a la vida se requiere una mente amplia, una gran capacidad de introspección, autocrítica y capacidad de cambio. Honoré de Balzac pensaba que “uno de los hábitos más detestables de las mentes liliputienses es encontrar su propia pequeñez en los demás”. Venita Cravens le puso un toque de distinción y agudeza femenina: “Cuando los hombres pequeños proyectan largas sombras, el sol se está poniendo”. La extendida costumbre de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio es característica de los que se tiran en marcha del tren del progreso personal, de los que se apuntan a las listas del paro de la inconsistencia, de los que adoran los bancos del parque de la inacción, de aquellos para los cuales la vida es una tragedia ajena de la que son protagonistas inconscientes; son los que nunca entenderán que “a menudo encontramos compensación si pensamos más en lo que la vida nos ha dado y menos en lo que la vida nos ha quitado”, en pensar de William Barcley; son los incapaces de valorar el significado de las cosas pequeñas, los que no entienden las reflexiones de Bruce Barton: “A veces, cuando pienso en las tremendas consecuencias que se derivan de las pequeñas cosas -una palabra casual, un golpecito en el hombro o un centavo caído en un quiosco- me siento tentado a pensar que no hay cosas pequeñas”. Edward Bulwer-Lytton pensaba que “el hombre debe estar decepcionado con las cosas pequeñas de la vida antes de que pueda comprender el valor total de las cosas importantes”. Sir Humphrey Davy, el fundador de la electroquímica, junto con Alessandro Volta y Michael Faraday, decía que “la vida no está hecha de grandes sacrificios o deberes, sino de pequeñas cosas, en las que las sonrisas, la bondad y las pequeñas obligaciones, dadas habitualmente, son las que ganan y conservan el corazón y aseguran la comodidad”. Faraday no difería de Davy: “Lo importante es saber tomarse todas las cosas con calma”. Abraham Lincoln pensaba lo mismo: “Un hombre observa a su árbol día tras día, impaciente por la maduración del fruto. Si intenta forzar el proceso puede estropear tanto la fruta como el árbol; pero, si espera pacientemente, la fruta madura caerá al fin en su regazo”. La naturaleza y la vida tienen sus tiempos, algunos inviolables. La naturaleza dice que un embarazo son 9 meses; si quieres tener un hijo a los 5 meses lo que obtendrás será un aborto.
También hace falta un orden, sin sobresaltos, yendo de lo simple a lo complejo. Cynthia Heimel instruía: “Deberes, endodoncias y plazos son cosas importantes en la vida, y sólo cuando nos hemos ocupado de estos grandes dramas podemos presumir de mirar las cuestiones más importantes”.
La vida es el mejor interés de nuestra cuenta de resultados. George Matthew Adams decía: “Las personas con muchos intereses viven, no solo más tiempo, sino también más felices. Las personas con intereses nunca son aburridas. Cuantos más intereses tenga alguien, más feliz será, sin duda”. Harold W. Dodds aconsejaba: “Asegúrate de encontrar un lugar para los intereses intelectuales y culturales fuera de tu ocupación diaria. Es necesario que lo hagas si no quieres que el negocio de la vida se convierta en polvo y cenizas en tu boca. Además, no hay que pasar por alto las afirmaciones de la religión como explicación de un mundo que por lo demás no es inteligible. No es el ritmo acelerado de la vida moderna lo que mata, sino el aburrimiento, la falta de interés y la incapacidad de crecer, lo que destruye. Es el sentimiento de que nada vale la pena lo que hace que los hombres enfermen y se sientan infelices”. Aun así, lo verdaderamente interesante es la administración de intereses. William Adams Brown veía la vida como “…un vaso que se nos da para llenar; una vida ocupada llena todo lo que el vaso puede contener; una vida apresurada vierte más fuera de lo que el vaso puede contener”; y añadía: “La escalera de la vida está llena de astillas, pero siempre pinchan más cuando nos deslizamos hacia abajo”.
Ramón Cacabelos, M.D., Ph.D., D.M.Sci.
Catedrático de Medicina Genómica