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Espíritu de Colaboración

Lo que determina la supervivencia y el progreso de cualquier sociedad biológica es la colaboración, la armonía del grupo, el orden y la disciplina. Esto es aplicable tanto a las hormigas como a la tribu humana. La colaboración grupal les protege del mal interior y de las agresiones externas. La comunidad armónica se auto-regula; acoge a quien se integra y expulsa a quien no se adapta. Cualquier ejemplo que tomemos de la experiencia humana o animal, desde la iglesia o el ejército a las manadas de lobos, se rigen por principios comunes asentados sobre la base de la cohesión. La asimilación de esos principios pasa por la inteligencia natural, el instinto de conservación, una mentalidad adaptativa, educación y entrenamiento. La extrapolación de esta cultura primitiva en la especie humana nos lleva a la civilización.

Epicuro decía que “el hombre no fue concebido por naturaleza para vivir en comunidad y ser civilizado”. Igual que en el caso de cualquier fiera, la presión ambiental y la necesidad lo domesticaron para hacer que, preservando su individualidad, no se hundiese en el barro del individualismo. En Les Aventures de Télémaque, fils d’Ulysse, Fénelon mantenía que “la singularidad es peligrosa en todo”. Demócrito homogeneizaba al hombre en la manada y diluía al grupo por respeto al individuo: “Un hombre significa tanto para mí como una multitud, y una multitud sólo tanto como un hombre”. Ese hombre en la multitud es una entidad única. Como señalaba Terencio en Phormio, “tantos hombres, tantas mentes; cada uno a su manera”. En Escape from Freedom, Erich Fromm tenía claro que “los hombres nacen iguales pero también nacen diferentes”. Felix Frankfurter incorporaba el criterio bondad como elemento diferenciador: “Cualquiera que sea bueno es diferente de los demás”. Si todas las mentes actúan desconectadas la manada se debilita y carece de objetivos comunes; sin embargo, “cuando dos hacen lo mismo, no es lo mismo después de todo”, como decía Publilius Syrus en sus Moral Sayings. El actuar juntos, el cooperar, es la base del desarrollo. Varias células se asocian y hacen un órgano; diversos órganos se ensamblan y generan un cuerpo; dos cuerpos se juntan y crean vida. Así nació la familia que, cuando entendió que vivir aislados no aportaba beneficio y acarreaba problemas de vulnerabilidad a las agresiones del entono, inventó la aldea; las aldeas formaron pueblos; los pueblos, ciudades; las ciudades, naciones; y las naciones conformaron un mundo plural en cultura, costumbres y civilizaciones.

Joyce Cary ponía un toque de poesía al encanto de la civilización: “La civilización es como un río que fluye a veces lentamente, a veces rápido, a veces sobre una catarata, pero siempre en una dirección, hacia el mar”. Para Gilbert High la civilización había que entenderla en un contexto espacio-temporal en convergencia de mentalidades: “Un período de alta civilización es aquel en el que los pensamientos vuelan libremente de mente en mente, de un país a otro, del pasado al presente”. Louis St. Laurent demandaba constancia en la línea de pensamiento: “Si queremos preservar la civilización, primero debemos seguir siendo civilizados”; y Alfred North Whitehead cerraba el círculo con la advertencia de que nada es perfecto cuando depende de seres humanos: “El orden civilizado sobrevive por sus méritos y se transforma por su poder de reconocer sus imperfecciones”.

El espíritu de colaboración requiere un fondo mental adecuado y un ejercicio de cooperación constante. Aunque cualquier ser vivo, incluso carente de inteligencia aparente, es capaz de colaborar con el vecino para obtener un beneficio, en el caso de la especie humana el interés común es reinterpretado por la mente individual, capaz de imaginar lo más inverosímil. Un proverbio chino dice: “La mente cubre más terreno que el corazón, pero va menos lejos”. En Empedocles on Etna, Matthew Arnold escribe: “La mente es una luz con la que los dioses se burlan de nosotros, para guiar a los falsos que confían en nosotros”. John Cage dice en Silence: “Lo grandioso de la mente humana es que puede darle la vuelta a la tortilla y ver la falta de sentido como el significado último”. La mente humana es el mayor prodigio de la creación, capaz de generar los más sagaces prodigios y capaz de convertir todo en nada mediante un ejercicio de autodestrucción. Joseph Joubert creía en sus Pensées que “la dirección de la mente es más importante que su progreso”; y el propio Einstein recelaba de la rigidez mental: “Debemos tener cuidado de no hacer del intelecto nuestro dios; tiene, por supuesto, músculos poderosos, pero no personalidad”. En uno de sus ensayos referido a la Apology for Raimond de Sebonde, Montaigne decía: “La mente es un arma peligrosa, incluso para el poseedor, si no sabe usarla discretamente”. La misma mente que un día es creativa otro día es destructiva; la que un día manifiesta amor, al siguiente puede escupir odio; la que hoy vive en paz, mañana se declara en guerra.

En The Excursion, William Wordsworth dice: “Las mentes más fuertes son a menudo aquellas a las que el mundo ruidoso escucha menos”. Son estas mentes las que desde el silencio, la prudencia, la concentración, la constancia han ido modelando el mundo y haciéndolo progresar en cooperación con otras mentes con las que compartían objetivos comunes. Paul Valéry decía en Reflections on the World Today que “la mente ha transformado el mundo, y el mundo lo está pagando con intereses. Ha llevado al hombre a donde no tenía idea de cómo ir”. En The Soul of Man Under Socialism, Oscar Wild razonaba -sin renunciar a la ironía- que “el arte es el modo más intenso de individualismo que el mundo ha conocido”. Lo mismo podría decirse de la ciencia; pero hoy día ni el arte ni la ciencia ni la literatura ni la tecnología ni la educación ni la comunicación podrían ser lo que son sin la magia del progreso fabricada por la mente. A excepción del pensamiento ya no hay nada que no haya sido filtrado en el surtidor de la cooperación interindividual; incluso el propio pensamiento está sesgado por el peso de la influencia educativa, el conocimiento y la cultura, pilares de toda civilización.

Contradiciendo a Epicuro, Marcus Aurelius Antoninus decía: “Hemos nacido para cooperar, como los pies, las manos, los párpados y las mandíbulas superior e inferior”. Un viejo proverbio árabe lo sintetiza en que “una mano no puede aplaudir sola”. La sabiduría intemporal de Dwight D. Eisenhower, el 34º presidente de los Estados Unidos, entre 1953 y 1961, sentencia: “El mundo debe aprender a trabajar en conjunto o finalmente no funcionará en absoluto… Si hemos de construir y mantener la fuerza necesaria para hacer frente a los problemas de esta época, debemos cooperar unos con otros, cada sección con todas las demás, cada grupo con sus vecinos. Esto significa unidad doméstica… La unidad no implica una conformidad rígida con cada doctrina o posición de una figura política en particular. Pero sí requiere una devoción común a los principios cardinales de nuestro sistema libre, un conocimiento y una comprensión compartidos de nuestras propias capacidades y oportunidades, y una determinación común de cooperar sin reservas en la lucha hacia nuestros objetivos verdaderamente importantes. Este tipo de unidad es la verdadera fuente de nuestra gran energía, nuestra energía espiritual, intelectual, material y creativa”. A esto podemos añadir las reflexiones de William H. Boetcker: “Qué mundo tan diferente sería este si nuestros trabajadores pensantes y pensadores laborantes, ya sean asalariados o pagadores de salarios, se dieran cuenta de que: la verdad, la justicia, la honestidad y la lealtad, además de la confianza, la buena voluntad y la armonía, serán siempre los únicos peldaños posibles para un mundo más grande y mejor. Porque sólo con tales piedras angulares será posible una cooperación mutuamente ventajosa”. Henry Ford decía: “Unirse es un comienzo; mantenerse juntos es un progreso; trabajar juntos es un éxito”; y uno de sus descendientes, Henry Ford II, presidente de la Ford Motor Company desde 1945 hasta 1987, amplió la cultura de su abuelo: “Ninguna sociedad de naciones, ningún pueblo dentro de una nación, ninguna familia puede beneficiarse de la ayuda mutua a menos que la buena voluntad supere a la mala voluntad; a menos que el espíritu de cooperación supere el antagonismo; a menos que todos actuemos entendiendo que el bienestar de los demás determina nuestro propio bienestar”.

Hay materia para una reflexión profunda, especialmente en entornos que no quieren entender que “la complacencia es el peor enemigo del progreso”, como decía Dave Stutman, asumiendo, con Samuel Goldwyn, que “el noventa por ciento del arte de vivir consiste en llevarse bien con personas que uno no soporta”.

            Ramón Cacabelos, M.D., Ph.D., D.M.Sci.

                        Catedrático de Medicina Genómica

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